lunes, 2 de febrero de 2009

ENTRELÍNEAS/016

HABLAR, CURA
Hablar de algo sin información o de alguien
sin conocer su opinión conduce, irremisiblemente, al error.

Me resulta extraño escribir sobre algo que es tan antiguo y sabido como la aparición de las primeras agrupaciones humanas. Pero no está mal repasar de vez en cuando las evidencias que, por tales, olvidamos aplicar. Sigue instalada en nuestra sociedad la funesta manía de... dictaminar, juzgar y sentenciar sobre conocimientos de materias... que no conocemos. Lejos de nosotros la molestia de informarnos para disertar con lo que siempre se ha llamado “conocimiento de causa”. Más funesta es la manía de construir opinión y transmitir juicios de valor sobre otras personas desde una percepción superficial de las mismas. Pensar en solitario, o en grupo, sin tener una referencia directa y una explicación explícita de la otra persona pone en marcha un mecanismo diabólico: lo que empieza siendo un copo de nieve por una sospecha germinada unilateralmente en nuestra mente, se va engrosando a base de rumiarla horas y días y meses en el pequeño cubículo de nuestra imaginación. Si además el proceso corre de boca en boca va incorporando ingredientes más y más inciertos al sumar varias imaginaciones. El amante, el amigo, el profesor, el familiar o el conocido, ante la ausencia o distancia prolongados (a veces incluso en la proximidad) cocina interrogantes —¿qué estará haciendo?, ¿con quien estará?, ¿sabrá protegerse? — a los que busca respuesta barajando múltiples hipótesis, lógicamente, equivocadas. Así se atizan los celos, las envidias, las dudas, las sospechas, las suspicacias, el temor y la incertidumbre. Hasta que la bola se convierte en alud y estalla. Entonces es cuando suele aparecer el antídoto a tanto desmán: hablar. Aunque en ese tiempo el sujeto pasivo de tan fantasiosas elucubraciones suele permanecer ignorante de lo que se cuece en su entorno, acaba por intuir un enrarecimiento ambiental que le inquieta y desasosiega. Los efectos sobre él pueden ser letales en forma de desilusión e inseguridad. ¿Qué se está pensando y diciendo de mi?. También él se ve obligado a aplicar el antídoto: hablar. Pero el daño ya está consumado. En conclusión: informarse, preguntar y hablar sin intermediarios... pero a tiempo. En el mismo momento en que aparezcan los temores o las dudas. ¡Ya! Creo que la solución ya se conocía en el origen en que apareció el problema —el mentado inicio de la agrupación humana— pero parecemos empeñados en no aplicarla y alimentar el diccionario con términos ingratos como chismorreo, cotilleo, maledicencia y otras lindezas. Hablemos cara a cara, pares inter pares, y evitaremos muchas horas y días y meses de malestar que desvía nuestra atención de tareas más nobles. ¿Hablamos?

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