Si hay una palabra adulterada en su uso, con tendencia al alza, es «amistad». El tema daría para un voluminoso ensayo pero intentaré someterme a la dictadura del tipómetro. Aunque la amistad es un asunto muy serio y en mi escala de valores la tengo incluso por encima del amor o, al menos, como los ingredientes perfectos para elaborar un buen cóctel.
Todos hemos tenido muchos, muchísimos, multitud de amigos. Pero si nos paramos a pensar realmente en una clasificación de la amistad, las matemáticas reductoras nos conducen al mínimo común múltiplo de tantísima cantidad. Porque la amistad requiere unos atributos de entrega, desinterés y correspondencia que generalmente no se dan y desencajan la ecuación.
Ya desde niños se crean grupos de afinidad y se tienen «amiguitos», quizá con la autenticidad de una edad en la que no cabe la mentira, pero tan efímeros como el jardín de infancia. Descontamos varios, pero iremos sumando.
A lo largo del crecimiento empiezan a florecer, sobre todo en época escolar, los grupos de amigos por conveniencia, diversión o pandillismo. Y en este trigal empiezan a aparecer las «amapolas»: los amigos interesados, que van incrementándose a lo largo de la vida y a los que a menudo desenmascaramos demasiado tarde. Afortunadamente es en esta época de adolescencia/juventud cuando surgen los verdaderos amigos a los que no dejas ni te dejarán colgado nunca. Pero no son esos centenares que se pregonan sino que quedan reducidos a la decena escasa. Seguimos descontando.
Ya inmersos en la vida laboral, en la institución de nueva vida familiar, en el círculo de amigos de mi pareja, los míos, las parejas de los amigos y las reuniones de antiguos alumnos se multiplican las amistades que, generalmente, además, se autocalifican «de toda la vida». Se refiere la expresión, claro está, a conocidos de hace tiempo... pero de amistad, chiribitas. Seguimos descontando —aunque los de interés siguen proliferando, la experiencia nos permite detectarlos con más prevención y acierto—.
Así va pasando el tiempo, engrosando la nómina mientras los tiempos son de calma chicha. Y si no pasa nada, que pasa, te vas de este mundo convencido de haber vivido rodeado de una legión de amigos. Pero, ¡ay si se acaba la calma y llega la tempestad!, si hay un traspié, un quebranto del alma o del bolsillo. Entonces no descontamos, es que se esfuman y evaporan como por ensalmo; los de «toda la vida», los que han alardeado de ser «amigos de…», los de complicidades en jaranas y fieles guardianes de secretos extraconyugales, los que te pidieron un favor invocando la sacrosanta amistad (cuán oídas son las expresiones: «hombre, como eres mi amigo, me harás…», «no me irás a cobrar a mí que soy tu mejor amigo…», «oye, entre amigos, ¿podrías…?»). Por supuesto descampan los de interés y no te asombres cuando estés en el pozo de que hasta los amigos de longeva duración e incondicionales del «si algún día necesitas algo…» te nieguen hasta un plato de sopa, vuelvan la cara al verte y se sonrojen si alguien les recuerda: «¿pero no erais tan amigos?». Descuentas y te das cuenta de que, de súbito, no tienes NINGÚN AMIGO.
Y si no has caído en desgracia da igual, la evolución de los medios de comunicación y los malos espíritus informáticos nos han ido aislando hasta la soledad más absoluta. Aunque, eso sí, han creado la «amistad virtual» en base a redes sociales (¿o sectas sociales?) a las que es casi obligado integrarse, casi imposible abandonar y que tienen la desvergüenza, disfrazada de desparpajo, de invitarte a ser amigo de…, a involucrar en tu vida como amigo a…, garantizándote un edén floreciente de amistades que cuelgan, como trofeos, en la parte lateral de la pantalla de tu ordenador con un numerador del que puedes cacarear cuando vuelves a alguna reunión de «antiguos».Y así encuentras en tu tablero a la cuñada del primo de un conocido tuyo, a un elemento cuya cara ni te suena ni tu nombre te evoca nada, a aquella amante a la que lograste olvidar y ahora te mortifica desde la orla que reza: “Tienes x.xxx amigos. Ver más”. Y tu correo infectado de «fulanito quiere ser tu amigo», pregonando luego en las pantallas, urbi et orbi, que «menganita y zutanito —tú—» ya son amigos. Y tú sin saberlo porque diste, en un mal momento, al «clic» sin querer.
Y ahora es cuando se descubre la amistad visceral, la auténtica, la que mana de alguna entraña y se alimenta de alguna enzima por investigar. La que además muchas veces ni pronuncia la palabra amistad. Se me ocurren dos grupos de ejemplo: entre los indigentes es habitual escuchar «¡yo no tengo amigos!» como imprecación. Pero a la hora de la verdad se comparte el bocadillo, la protección, el acompañamiento. El otro grupo es el de las personas que, sin apenas conocerte, dejan compromisos, sacrifican su propia comodidad y remueven desiertos con tal de facilitarte un oasis o, simplemente, porque disfrutan con tu compañía. Estos son los verdaderos amigos, los «entrañables», los que no te dejarán colgado, los que no te atosigarán si te ven bien y se volcarán (muchas veces a costa de su ruina y salud) si te ven mal. Los que hacen o dan sin pedir nada a cambio y merecen por ello que les demos algo a cambio.
En resumen: coge una mano, quita algún dedo y te saldrá el resultado exacto de tus verdaderos amigos.
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