No hace mucho, en la columna dedicada a la celebración (¿?) del Año Europeo contra la Pobreza… ya expresé mi desconcierto ante la conmemoración de tanto año «A», jornada «J» y día «D» para sensibilizar sobre colectivos y situaciones que sufren discriminación, abuso o vejación. Expresé igualmente mi estupor al pensar si tales descalabros no se sucedían en otros años, jornada o días. En otro lugar indicaba que todo esto no pasaría si la terca «Humanidad» no se hubiese empeñado en desdeñar el Derecho Natural como único código aplicable. Llegaba a la conclusión de que el único día a celebrar (¿?) —cierto, universal, irreversible, sin distinción de edad, sexo, credo o condición social— es el del cumpleaños de cada uno. Tanta interrogación tras el término «celebrar» viene a que lo entiendo como algo lúdico y festivo y por tanto sería más correcto «reivindicar» o «proclamar».
Para que nadie me malinterprete. Esta columna la voy a centrar en mis creencias y convicciones —innatas y que pretendo mantener incluso post mórtem— sobre el estatus de la mujer (aplicables, por qué no, a otros grupos). Ya añado otras secciones para comentar aspectos sobre el mismo tema pero de distinta índole.
En primer lugar que, salvo las inequívocas diferencias biológicas y las más que discutibles diferencias sobre sensibilidades —he conocido hombres de tacto exquisito y mujeres de trato rijoso—, no he encontrado nunca, por razón de género, ninguna diferencia de inteligencia, capacidad psicológica o facultad de obrar. Y si las encuentro es entre «personas» por razón de sus propias destrezas expansivas o restrictivas. Por tanto me resulta lesivo e insultante que la mujer —pongo como listón una igualdad mental con el hombre— tenga menos acceso al trabajo, la función pública y la toma de decisiones en cualquier ámbito. Me resulta revulsivo y repulsivo —por no decir vomitivo— que una mujer cobre un menor salario por idéntico trabajo en idénticas circunstancias, que haya hombres que, a sabiendas de esa identidad, todavía sobrecargan a su compañera (¡cuánto amor!) con una desigualdad en las tareas domésticas —poco dice a favor de tales varones esta actitud salvo una merma de su grado de inteligencia y dignidad—, que la mujer sea objetivo preferente y diana predilecta de burla o pretensión sexual. Me resulta penoso que el sistema educativo familiar e institucional siga manteniendo la instrucción centrada en roles prefijados y que hasta los colores, olores, afeites, peinados, indumentaria y otras numeraciones de igual espécimen sigan vigentes en nuestras «culturas» en nombre a veces, para más escarnio, de ideas fundamentadas —fundamentalistas, permitidme la expresión— en cánones religiosos o políticos venidos de alá o acá, de dios o del diablo, de la diestra o la siniestra. Como muestro mi rechazo a legislaciones de igualdades, paridades y otras «dades» que no hacen sino consagrar una injusticia para ambos géneros, bajo la presunción de que la capacidad está matemáticamente repartida al 50% (como ejemplo: tuve una MPE —muy pequeña empresa— con cuatro trabajadoras, el 80%, contándome yo como único 20% trabajador, que se ganaron el puesto por méritos demostrados en procesos de selección frente a aspirantes masculinos. Simplemente eran mejores. Si me hubieran obligado por decreto a poner la mitad de la responsabilidad en manos menos capacitadas mi negocio se hubiera hundido mucho antes de haberlo hundido yo solito).
Termino por ahora sin aguantar dos matizaciones: que el párrafo anterior no está reñido con las costumbres de cortesía y elegancia mutuamente aceptadas y que la reprimenda no va dirigida a los varones exclusivamente pues hay mucha hembra cómplice del desmán.
2 comentarios:
Muy buen artículo. Tienes el lapiz y la mente afilada.
Suscribo todo lo que dices, Luis. Me alegra además que vuelvas a tener el blog al día.
Publicar un comentario