miércoles, 17 de febrero de 2010

La columna: RELACIONES BAJO PÓLIZA Y PALIO

Para evitar suspicacias voy a empezar con la declaración de principios con la que, por fortuna, nací impregnado: el derecho natural «conjunto de primeros principios de lo justo y de lo injusto, inspirados por la naturaleza y que como ideal trata de realizar el derecho positivo» —que debería ser el único existente ya que los otros (civil, penal, administrativo…) nacen precisamente de la inutilidad de la especie humana de aplicar correctamente el primero. Creí y creo en la igualdad nata de hombres y mujeres, razas y pueblos —igualdad funcional, que no va en detrimento de la diversidad estructural—, en la libertad de las personas de relacionarse a su libre albedrío y en la necesidad de ser solidarios con los más desfavorecidos por defectos innatos o sobrevenidos.

Cuento, por fortuna también, con amigos y personas de trato cordial de toda índole —ricos y pobres, progresistas y conservadores, homo y heterosexuales, ancianos y niños, varones y hembras, monocordes y estrafalarios…— por la sencilla razón de que ninguno intentamos imponer al otro nuestro ideario e idiosincrasia, nuestras relaciones han estado marcadas por la naturalidad y el respeto es la única ley aplicable.

El tema que hoy me ocupa ya se estaba secando en el tintero y en algún momento debía refrescarlo. Muchos otros temas todavía runrunean por mi cabeza y tendrán también su espacio oportuno (aborto, eutanasia, violencia de género, enfiteusis, infancia explotada, prohibiciones e imposiciones). El asunto es que ya hace tiempo devino en moda crear un mosaico de denominaciones a las relaciones personales, que yo tenía por naturales, desbordando cualquier cálculo numérico. Lo que antes se reducía a conocimiento, amistad, noviazgo y emparejamiento (en matrimonio o contubernio, tanto me da), ahora es una torre de Babel terminológica que, a veces, roza el esperpento.

Muy grande debía ser el armario de lo oculto —que no desconocido— y si bien está vaciarlo e integrar en libertad todas las opciones de relación, en pareja o multitud, no veo tan claro el enfermizo afán de institucionalizar en registros civiles, canónicos y militares, tan variopintos entrelazados. ¡Ahora que estábamos a punto de acabar con las pólizas, los palios y la cadena de mando!

A saber: hoy existen parejas de hecho, subsisten los matrimonios, se cohabita, hay parejas de gais y lesbianas, proles con dos padres o madres —o padres y madres—, conocidos de fugaz cópula, niños adoptados e invitrados, inseminados y mucho infante diseminado, familias monoparentales y parientes monovolumen, padrinazgos que nunca ejercieron y cuidadores que nunca fueron nominados padrinos.

Insisto en mi respeto y pido que me respeten. De ahí mi lamento: que estos colectivos, que debían contemplarse con naturalidad (¡vigilando muy bien los daños «colaterales» que puedan aparejar!) han acarreado una inflación burocrática de inscripciones registrales, ceremoniales caducos, carnés de toda calaña, litigios gavosos y, lo más grave, prepotencia e imposición de sus modelos. Parece que hay que avergonzarse de seguir una pauta clásica (como en un tiempo hubo que hacerlo con las creencias religiosas) y que el armario debe ocuparse con parejas a la vieja usanza, matrimonios con más de quince años de cotización a la fidelidad, niños con un padre y una madre, novios de pedida y alianza y arras y… Es decir, que reinstauramos y entintamos el seco tampón, engomamos las ajadas pólizas y ponemos nuevos flecos a los palios carcomidos. En resumen, que volvemos a concelebrar y convertir lo natural en carnavalesco (leo ahora la noticia de la suntuosa boda con la que Beatriz de Borbón ha desposado a su gato en ceremonia con vestuario, banquete, pompa, Dodge y boato).

Yo, que vivía ya sin atisbo de escándalo viendo parejas de hombres o mujeres paseando tranquilamente de la mano, divorciados volcados en no descolocar el equilibrio de sus hijos en abominables mudanzas quincenales, grandes personas viviendo su identidad sin imponerla. Yo, que no digo que de esta agua no beberé ni este cura no es mi padre, intuyo que me queda vida para ver bajo póliza, timbre y palio formalizadas las relaciones pastor-ganadería y dama de postín-pastor alemán.

No puedo resistir, saliéndome un poco del guión, la sensación que tuve al cruzarme con una manifestación pro-aborto en la que algún integrante había escrito en su proclama “Aborto libre, gratuito y obligatorio” (¡la incoherencia coronada!). Me estremecí al pensar que si en ese momento hubiese pasado por allí alguna feliz mujer en estado de deseado embarazo, podría haber acabado escalfada en alguna pira pública al menos a manos de semejante energúmeno «ilustrado».
Conservo, para mi fortuna, mis buenas relaciones con homosexuales, opimos y menesterosos, adictos luchadores contra su esclavitud, niños quejosos de su desamparo y mujeres ansiosas de reconocimiento. Porque estos amigos no necesitan rúbrica ni carné, les basta con mirarse a los ojos.

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