LA CALLE DE LAS ALEGRÍAS
(un cuento de Paula Jiménez)
Una mujer fue a la calle de las Alegrías y se rió a carcajadas pensando que era lo correcto, hasta que un hombre grande de pómulos inflamados le preguntó qué hacía ahí.
—Vengo a la calle de las Alegrías —dijo ella sin parar de reírse— porque quiero curarme de una enorme tristeza.
—Qué hermoso que hayas venido a la Calle de las Alegrías —le dijo él— pero debo informarte que éste no es tu lugar. Para pasear por la Calle de las Alegrías, primero tenés que estar alegre.
—Entonces, ¿a dónde tengo que ir ahora? —preguntó la mujer, cortando una carcajada por la mitad.
—Tenés que ir —dijo el hombre— a la Calle de la Tristeza.
—¿Y dónde queda la Calle de la Tristeza? —preguntó la mujer.
—La Calle de la Tristeza es una calle infinita —contestó—. Cuando terminés de caminarla podrás elegir otra.
—Primero, —le reclamó la mujer— nunca voy a terminar de caminar una calle infinita. Segundo: ¿qué puedo encontrar en esa calle, sino más tristeza?
—¿Acá encontraste alegría? —le pregunto el hombre.
—No.
—Entonces ¿cómo podés saber lo que vas a encontrar en otra parte?
«Es cierto», se dijo a sí misma. Y entre pensamiento y pensamiento, uno más triste que otro, la mujer retrocedió una cuadra desde donde estaba hasta salir de la calle de las Alegrías.
Como nada había cambiado y sentía fracasar una vez más, decidió ir a beber un par de copas a un bar cercano que tenía un cartel gigante, decía “Bar”. Entró con la cabeza gacha y sin siquiera mirar a su alrededor. Se sentó en una banqueta alta y apoyó los codos sobre la barra, luego dejó caer los brazos y sobre ellos la frente. Y comenzó a llorar. Lloró, lloró y lloró sin parar hasta que de tanto llorar sintió sed. Levantó la vista por primera vez y no vio nada ni nadie, salvo un espejo detrás de la barra que la reflejaba y ni siquiera muy bien, porque estaba roto y sucio. «Tengo sed», pensó. «Quiero agua». «Entiendo, se dijo, aquí no me darán nada para tomar». Se fue de allí.
Pasó a lado de una viejecita que estaba sentada sobre el pasto y le preguntó:
—Señora, ¿dónde podré conseguir agua para mí?
—En ningún lado —respondió la anciana.
—¿Cómo que en ningún lado? Entonces, ¿voy a morir de sed? —preguntó alarmada.
—Si pensás que el agua es para vos, sí.
—No, —dijo la mujer— pienso que el agua es para todos, pero ahora la quiero para mí.
—En ningún lado, —afirmó la viejita— ¿el agua es para tu sed?
—Sí.
—Tomá de aquí.
—Gracias —dijo la mujer, y llevó a su boca un vaso del que por más que bebía y bebía nunca se vaciaba. Cuando sació su sed le devolvió el vaso que se encontraba tan lleno como al momento de recibirlo.
—Esto es muy extraño señora —le dijo la mujer.
—¿Qué es tan extraño? —respondió.
—Es extraño que esta agua no se agote nunca.
—¡Ah!¡A eso te referís! —exclamó la viejita.
—Sí, a eso.
—Bien, entiendo, ¿vos sabés dónde estás? —preguntó la ancianita.
—No —contestó la mujer.
—Estás en el Jardín de la Vida, todo lo que hay aquí no se agota nunca, ¿querés quedarte?
—No —respondió—, debo ir hacia la Calle de la Tristeza porque quiero curarme de una enorme que me aqueja y luego decidiré a dónde ir.
—Muy bien, dijo la viejita, la Calle de la Tristeza es aquí mismo.
—¿Dónde?
Y le señaló una silla que estaba a menos de un metro de distancia sobe el cemento.
—Sentate.
—Pero, señora, ¿no estará usted equivocada? Me han dicho que la Calle de la Tristeza es una calle infinita.
—Sentate, —repitió la viejita— y luego hablaremos.
Entonces la mujer hizo caso del consejo y se sentó en esa silla tan cómoda, viendo brotar de su mano un pañuelo.
—Con él podés consolar tus lágrimas, —dijo la viejita—. Yo me voy ahora y vos te vas a quedar aquí, si me necesitás, llámame.
—Gracias —dijo la mujer, y pensó: «qué amable es la gente en el Jardín de la Vida, pero yo sigo teniendo motivos para estar triste». Entonces su corazón se sintió peor que nunca y una pesadumbre aún más grande la aquejó; se tapó el rostro con las manos y pensó que era lo mismo ver o no ver, porque ya nada le interesaba. Llegó la noche y la encontró llorando y también el día y luego volvió el crepúsculo descolorido y el alba sin lucero y la encontró llorando. Cuando ya habían pasado varias semanas sintió desesperación y se quiso levantar de su asiento pero no pudo, su cuerpo estaba pegado a la silla y la silla al piso. Entonces pidió ayuda.
—¡Señora, señora del Jardín de la Vida! ¡Ayúdeme a salir de aquí!
—No gritéis, —dijo la anciana— estoy a tu lado.
—No la veía —dijo la mujer.
—Es que la gente que va a la Calle de la Tristeza sólo se ve a sí misma —respondió la viejita—. Pero ahora me estás viendo y querés salir, ¿verdad?
—Sí, señora, ayúdeme se lo ruego.
—Esta no es la Calle de los Ruegos, señorita, aquí con pedir ayuda alcanza, déme la mano.
Entonces la viejita le tomó la mano y la mujer se incorporó sin hacer la más mínima fuerza.
—Esto es un milagro —dijo al ver que podía caminar—. Estoy tan contenta, ¡creí que iba a tener que quedarme allí infinitamente!
—Te quedaste infinitamente pero es hora de salir —dijo la señora del Jardín de la Vida.
Entonces apareció el hombre grandote de pómulos inflados y la invitó a bailar con él.
—Claro —contestó la mujer.
Y bailaron juntas en una calle ancha y clara.
—¿Dónde estamos? —preguntó.
—En la Calle de las Alegrías —contestó el hombre.
—Qué curioso —dijo la mujer—, yo no recuerdo este hermoso cielo y esta música, no recuerdo que eras tan buen mozo ¡y qué bien que bailás! No recuerdo nada de lo que ahora veo.
—Porque antes no lo veías, dijo el hombre, y estamos aquí para festejar que recuperaste tus ojos y ahora que te veo con ojos, ¡qué linda sos!
—Gracias —dijo la mujer y se sintió feliz.
Y a punto de llamar a la señora del Jardín de la Vida para que venga a bailar con ellos, miró la calle para ver de dónde provenía la música. Mirando, vio venir un grupo de personas vestidas de muchísimos colores que cantaban y tocaban bombos, platillos y silbatos. Entonces la mujercita con el corazón lleno de regocijo se incorporó a la banda tomada de la mano del señor mofletudo. Con gran asombro descubrió que la ancianita también estaba ahí, marcando los pasos de la murga.
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