martes, 11 de mayo de 2010

La columna: ¡QUE ME DEJEN HABLAR TRANQUILO!

Estas reflexiones se basan en la entrevista publicada en El Periódico realizada a Luis Miguel Moureau, tartamudo, con motivo de la representación teatral de Vidas melódicas sobre la problemática de este colectivo. Porque yo, que soy fluido —como ellos denominan a los que hablamos «normal»—, me considero un tartamudo mental. Y reclamo, como ellos, el derecho a hablar sin prisas.
Afirma Luis Miguel que nadie nace tartamudo sino que es fruto de alguna ofensa, desprecio o trauma sufrido. Pues bien, a mí me ofende que no me dejen hablar con pausa y con todo lujo de detalles sobre un tema y, claro, acabaré traumatizado. Dice también que “esta sociedad vive pendiente de las dos cosas que más daño nos pueden hacer a los tartamudos: el habla y las prisas, el «¡dímelo rápido!»". Voy a añadir algunos argumentos que también nos afectan a los fluidos (de habla y conversación): cuando comentamos algún tema, es imprescindible detallar todas las circunstancias que lo rodean y las consecuencias que puede acarrear; explicar todos los matices para su correcta interpretación, y esto lleva tiempo y lucidez mental. La precipitación conduce al malentendido y la sesgada percepción del asunto, crea desconcierto en el charlista y desorden en sus ideas. Suele quedarse con una amarga sensación de que dichas así las cosas el interlocutor no le ha entendido bien.
“Lo que más me molesta es que alguien acabe la frase por nosotros” dice. O que nos corten antes de empezar a pronunciarla, añado yo, abusando del estigma de pesados que nos marca. Al fluido, al menos a mí, me ofende que me digan nada más terminada la primera frase: “termina ya, ya está, ya te he entendido”. Coincido en que este gesto no es malintencionado pero es lamentable. A mí me molesta la gente que grita o que se expresa atropelladamente, pero si percibo que es un elemento inevitable de su idiosincrasia, me adapto y lo respeto. El mismo respeto que reclamo para mi forma de expresarme.
“Usted no obliga a correr a un cojo, pues no me obligue a mí a hablar deprisa”, termina Luis Miguel. Por eso reivindico mi derecho (supongo que tendré aliados) a que no me creen ansiedad ni sobrexcitación, y mucho menos complejo de latoso o circunspecto. Reclamo mi derecho a la conversación pausada y pautada que, por ende, reporta innumerables beneficios: libera al parlante, por el mero hecho de poder contarlo, de sentimientos negativos que algún hecho le ha causado; seda y produce una serenidad —la que produce la calma— que transmite aplomo y energía; y, me atrevería a decir, que es clínicamente aconsejable para controlar la tensión y, si me apuran, hasta disminuir los niveles de diabetes o colesterol. Deberían expenderse recetas, con cargo a la Seguridad Social, con la prescripción “hablar con calma y tiempo cada 8 horas”.
Es curioso que el precipitado (antítesis del tartamudo y el fluido) se declare amante de la contemplación interminable de las puestas de sol o el cielo estrellado y se irrite si le decimos: ¡venga, vamos!”.
En resumen, un mensaje a quienes se den por aludidos y asuman incurrir en esta tortura. ¡Que nos dejen hablar tranquilos! ¿Cuántos conflictos se hubieran evitado si previamente se hubiera celebrado una relajada conversación. Así que benditos sean los tartamudos y fluidos puntillosos y líbrenos Dios de los «sintéticos».

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