sábado, 5 de diciembre de 2009

RELATOS... POEMAS... CUENTOS...

¡CRIS!... AMANDINE…

Entre mis inveteradas costumbres se halla la de dedicar, cuando conozco a una persona que me agrada o nace un niño de alguien de mi estima, un referente a la etimología de su onomástico, coincidencias con ilustres tocayos ancestrales y, si se tercia, algún acróstico, soneto u octava real. Sea el nombre vulgar, raro, canoro, malsonante, dulce o estridente siempre he encontrado alguna fuente de inspiración e información que me haga quedar en buena compostura.

Así han desfilado por mi bolígrafo (voló la pluma) Petronilas y Estelas, Paus y Sandras, Noas, Cunegundas, Beatrices, Mares, Sisebutos, Sergios, Turismundos, Pacos variados y hasta algún Jan de difícil catalogación. Abundan, por imperativo obvio de mi género, los femeninos.

Mas, tras años de salir airoso de cualquier epónimo retador, conozco una persona sin más atributos especiales que los que mi gusto requiere: agradable en el trato, dotada de los instrumentos que más valoro (sonrisa natural, expresión no afectada, mente sencilla), buena presencia (muy buena pues incorpora el plus de simpatía) y esa impresión natural de cabeza biempensante y autoestima cimentada. Todos los ingredientes para trinchar mi vianda literaria.

Y aquí llega el ¡cris! (onomatopeya del ruido de algo frágil al quebrarse), cuando me dice —me dice, he dicho— su nombre: Amandine. ¡Todos mis esquemas a hacer puñetas! He dicho me dice porque así, escrito, puede parecer un simple revoltillo de grafías, ¡pero dicho!, dicho con su voz —que algo de cristalina tiene pues algo cristalino debe tener su garganta—, pronunciado con su inflexión monocorde y, para más sublimación, deletreado para que no me equivoque al transcribirlo, ¡lo dicho!: toda mi estructura mental alborotada. Creo que en ese momento los recios cimientos del Gótico se hicieron gelatinas, ciento dieciocho obispos brincaron en sus nichos y un inmenso castillo de artificio cubrió desde aquende l’Eixample a allende la Barceloneta, de acá Sant Martí a acullá El Raval.

Amandine… ¡cris! Y ahora, ¿qué coño escribo ante estas ocho letras que lo conjugan todo? Y si fuera pintor, ¿qué pinto si ya aglutinan los reflejos de todas las capillas sixtinas que imaginarse puedan?. Y si fuera músico, ¿qué compongo si esas ocho letras ya ejecutan todas las melodías?. Y si fuera inventor, ¿qué proyecto haría si ante ese nombre el propio Da Vinci sucumbiría?

Amandin… —hasta la «e» enmudece­—. Como poeta no puedo ser ripioso con la rima en querubín, como pintor no puedo ni bosquejar la sonrisa de la monalisa, no puedo remedar las venus del escultor, ni improvisar pirámides, ni definir la divina proporción. No puedo crear lo ya creado y hasta intentar recrearlo me suena a sacrilegio.

Decido al fin, para salir de la impotencia de este brete, acudir al subterfugio de que, si lo definido no puede entrar en la definición, la musa —que es la inspiración— no puede estar incluida en el objeto. Y Amandine —nombre y persona— totaliza la musa y convierte la cuadratura del círculo, la trinidad santa, la física cuántica y el sexo de los ángeles, en galimatías de infantil resolución.

Así que te quedas, Amandine, sin octavilla ni serventesio, sin pincelada ni cincel, sin jardines colgantes. Ya tienes bastante con tus ocho letras. Como no domino las técnicas de lo imposible, sólo me queda rendirme a la evidencia y desistir. O mejor, por haberte conocido, brindar.

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