Es curiosa la percepción que he tenido en los últimos tiempos al intentar entender el porqué de los cambios de ánimo, las tendencias al desconsuelo y las inflorescencias eufóricas.
Rastreando entre descalabros económicos (fenómeno natural), tifones sentimentales (fenómeno habitual) e intríngulis existenciales (fenómeno sobrevenido) —a estos astados ya sé que larga cambiada administrarles— ), no encontraba razón suficiente para mis avatares del alma.
Hasta que un día, en uno de esos momentos en que nada pasa, salvo yo por la calle, me llegó ese relámpago que aparece de vez en cuando, más que de vez en vez, e ilumina la víscera que bombea el malhumor o el bienestar. La entretela de la razón y sus duendecillos inculpados se plantaron ante mí en forma de nimiedades, sueños Nescafé (de sublimación y disolución instantánea) y… rutinillas.
Las rutinillas. Repaso mi jornada habitual. A las 6 de la mañana, aseo y frugal colación. 6.45 h.: apertura al tresbolillo, con el señor Dimas, del quiosco de prensa que emboca al metro y en que el periódico siempre se retrasa, dando pie a conversación sobre lo pasado y venidero (el mejor desayuno para la mente). 7.30 h.: parada obligada en la cafetería del vestíbulo ferroviario de Plaza Catalunya para verter en papel la tinta de alguna ocurrencia digna de escribirse. 8.45 h.: paseo a alveolo abierto hasta desembocar en las ágoras y agoretas del Gótico, con la entrega ritual del purito a Manolo —al que intuyo por el rasgueo de sus alpargatas—, leve inclinación de testa ante la Ilustrísima de turno de misa de nueve… y ya son las 9 h.: intercambio de andanadas satírico-entrañables con Miquel, siempre presto a urentes invectivas que me nutren de combustible para la jornada; tres minutos escasos pues siempre le apura alguna urgencia artística o fisiológica inaplazable. 9.15 h.: charla e inyección anímica con D. José, el del peluquín, el de los cincuenta céntimos a las gitanas, el de mis confidencias familiares y su cantinela de que mis restos acabarán en Soria de donde, según él, nunca debieron salir. 10.00 h: lectura de otro diario y cortadito en El Jardín para entonar. 10.30 h.: tecla de encendido del ordenador, preparar cena y colada si es menester, y a trabajar o ejercer de diletante en lo que el cuerpo me pida. 14.00 h.: comida y siesta —por prescripción facultativa—. 16.00 h.: café de desperezo y restitución. 17.00 h.: ronda de tanteo antes de ocupar mi atalaya de observación por la que desfilan, puntuales, mis adeptos: a las cinco y media la del caramelillo de menta; a las seis el inevitable esquizoide que entre mil desatinos dispara alguna verdad pontifical; a las seis y media mi plática más o menos extensa, casi siempre más, con el ínclito Pep —mi topo en el Arzobispado—; a las siete y media mis Luisas balsámicas que con su ternura me ahorran un buen dispendio en botica; ínterin para repostar tabaco donde Paqui y a las ocho y cuarto deseada llegada de alguna simpática joven que me sirva de musa y recreo de la vista. 21.00 h.: simbólico cabezazo ceremonial y cruce de frases a vuelapluma con el Cardenal, que más enjundia tiene de párroco que de prelado. De vuelta a casa, galantería con la castañera o confitera de turno, café con crucigramas en el Zodiac, donde siempre recala algún bohemio con quien desengrasar mis neuronas. Cena, oración (¿?), despedida y cierre. Las rutinillas.
Si en este devenir diario ha irrumpido algún descalabro, torbellino o intríngulis —los toros bravos ya citados ab initio— ya los he descastado con verónica enjuagada, media estocada tendida y descabello. Pero las rutinillas… ellas son la clave de mis cencerradas y carillones. Si una falla, se desengrasa la maquinaria y hace chirriar toda mi infraestructura emocional.
Espero que alguien comparta estas sensaciones y podamos fundar la ONG Rutinillas Mundi, porque ahí, en las nimiedades, los sueños fogonazo y las rutinillas, está el arquitrabe del estado de ánimo.
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