lunes, 14 de junio de 2010

CON PLUMA AJENA

Caducidad: qué sí y qué no

por JOSEP MARIA ESPINÀS

El otro día me vendieron en una tienda una pequeña lata de foie francés. Cuando me disponía a abrirla, me di cuenta de que, según la fecha impresa en la etiqueta, ese foie estaba caducado.
Fui a la tienda y a los dependientes les pareció de lo más natural cambiarme la lata por otra. Animado por esta solución tan rápida, y tan justa, viajé a Madrid en el AVE y, tras ser recibido atentamente por la presidenta del Tribunal Constitucional, me permití advertirle que cuatro de los magistrados que lo integran estaban caducados, y no solo de hacía una semanita, sino cuatro años.
Me respondió, amablemente, que no sufriera. Que si se trataba de yogures o de cualquier producto alimentario, sí que había que retirarlos de inmediato de establecimientos y almacenes, porque existía el riesgo de que la salud de los ciudadanos quedara perjudicada. Pero que un magistrado era otra cosa.
No era un alimento. Nadie corría el peligro de tragárselo, aunque fuera por distracción. Que con las latas de sardinas y los envases de leche sí que había que ser precavido, pero que un magistrado se conservaba perfectamente durante años. Que si no fuera porque, lamentablemente, llega un día en que la vida se acaba, un magistrado podría dictar sentencias válidas por los siglos de los siglos. Amén.
Me convenció de que se trataba de un prodigio de la naturaleza. En un momento determinado de la entrevista, endureció un poco la voz –a pesar de su amabilidad– para decirme que no osara comparar a un ilustre jurista con una lata de atún o un tetrabrik de leche descremada. Por nada del mundo, la tranquilicé.
Regresé a Barcelona absolutamente confiado, hasta que empecé a recordar los tiempos en que yo era un abogado joven y estaba muy pendiente de los plazos judiciales. Tenía un día perfectamente fijado para responder a una demanda. Había un período de tiempo no prorrogable para presentar testigos a favor de mi cliente. La fecha que la Audiencia establecía para asistir al juicio yo no la podía cambiar. Y, evidentemente, si mi procurador llevaba los papeles al juzgado fuera de plazo, el pleito estaba perdido.
 
Los magistrados se jubilaban con gran ilusión, el día que les tocaba, porque ya no deberían estudiar más expedientes ni deberían aguantar, en la sala, con la toga puesta, los discursos del fiscal y del abogado defensor, que, habitualmente, solían ser muy pesados.
 
Eran otros tiempos. Por suerte, ya caducados. 

1 comentario:

María dijo...

Muy bueno el artículo.